dijous, 19 de juny del 2014

Ser bipolar

Us fem arribar aquest escrit de Rafael Narbona, escriptor madrileny diagnosticat bipolar. Us el compartim perquè creiem que més enllà de la malaltia que té parla sobre com la societat veu els malalts mentals i com són ells.

Dentro de unos días, realizaré mi primera presentación de Miedo de ser dos, el libro parcialmente autobiográfico que publiqué a finales de 2013. ¿Es posible explicar una enfermedad compleja en una charla de un par de horas? ¿Cuál es el término más adecuado para abordar un trastorno que aún lucha contra el estigma social? Hasta hace unos años, el trastorno bipolar se denominaba psicosis maníaco-depresiva. La palabra psicosis invoca de inmediato la locura de Norman Bates, acuchillando en la ducha a Janet Leigh. Hitchcock hizo mucho daño, tal vez sin pretenderlo. Se presume que su personaje sufre brotes de esquizofrenia. Después de asesinar a su propia madre, su personalidad se desdobla, cambiando incluso de voz. Esta descripción de la enfermedad es rigurosamente falsa, pero cinematográficamente muy eficaz. La psicosis es una deformación de la realidad. Sus síntomas incluyen alucinaciones auditivas y raramente visuales. Se desconoce la etiología de la esquizofrenia, pero gracias a los neurolépticos se puede combatir con bastante eficacia y llevar una vida relativamente normal. Tampoco se han identificado las causas de la bipolaridad. Algunos apuntan que intervienen factores comunes.

Es triste comprobar que incluso las personas con cierta cultura aún albergan prejuicios y una notable ignorancia sobre la enfermedad mental. Hace unas semanas hablaba con un editor, cuyo nombre omito, y me contaba que su único contacto con el trastorno bipolar había consistido en una amistad superficial con un afectado. “Pegaba a su madre”, me comentó con asombro. Sentí ganas de marcharme, pero la buena educación me obligó a sonreír con cara de circunstancias. No intenté cambiar su punto de vista, pues la estupidez es un mal incurable y no se deben malgastar fuerzas en batallas inútiles. Por supuesto, yo nunca he pegado a mi madre ni he utilizado la violencia contra otras personas. Los enfermos mentales, lejos de ser violentos, suelen ser víctimas de la violencia ajena. De hecho, sufren agresiones o abusos sexuales en una proporción escandalosa: 14 veces más que el resto de la población. Es cierto que si no se respetan las pautas de la medicación, se consume alcohol o drogas y no se mantiene una correcta higiene del sueño, pueden aparecer comportamientos inapropiados, pero no necesariamente agresivos. El alcohol, las drogas o la escasez de horas de sueño también pueden alterar la conducta de una persona sana, despertando la violencia o la temeridad. Hay bipolares ilustres y bipolares anónimos. Se puede decir lo mismo de la esquizofrenia o de cualquier otra patología mental. La locura no es un don, sino una fatalidad. Hace unas décadas, la antipsiquiatría (Cooper, Laing) afirmó que la enfermedad mental era una construcción social de carácter represivo. Las crisis psicóticas no debían ser combatidas con medicación, sino con una terapia adaptada a las peculiaridades de cada sujeto. La locura no es una anomalía, sino un lenguaje diferente. Thomas Szasz afirmó que vivíamos en un Estado Terapéutico, que realizaba diagnósticos para clasificar, controlar y reprimir a la población. La antipsiquiatría reivindicó la Historia de la Locura (1961) de Michel Foucault, con su crítica de la medicalización y su definición de la locura como lo otro, lo diferente, lo que se considera irracional e inaceptable desde el Siglo de las Luces. No desprecio las aportaciones de la anti psiquiatría y creo que Foucault no se equivocaba con su interpretación del “saber psiquiátrico” como “saber político” y “herramienta de poder”, pero han transcurrido muchos años y, salvo en países con regímenes dictatoriales, la psiquiatría ya no trabaja con los mismos postulados. En la actualidad, se estima que los trastornos mentales son una combinación de factores genéticos, bioquímicos y psicosociales. Por ese motivo, el tratamiento debe recurrir tanto a la farmacología como a la psicoterapia. Es posible educar las emociones, pero un brote psicótico no remite sin medicación. No hablo de oídas, sino con la perspectiva de una experiencia personal, biográfica. Es cierto que actualmente se abusa de los diagnósticos y la medicación, pues muchas veces se confunden la frustración y la infelicidad con presuntas patologías, pero no se debe caer en la tentación de adoptar una visión romántica de los desórdenes mentales, como signos de genialidad, inadaptación o rebeldía. Alguien voló sobre el nido del cuco (Milos Forman, 1975) cumplió una importante función social, pero la situación ha cambiado y un hospital de salud mental ya no es un centro penitenciario, que castiga a sus internos con brutales sesiones de electrochoque.

Miedo de ser dos no es un simple testimonio, sino que ha sido concebido como una obra literaria. No es una novela ni un ensayo. Son cerca de 300 páginas que recrean mis 50 años de vida, insertando elementos fantásticos (una carta de Marilyn Monroe, un paseo con Audrey Hepburn). La locura no es un problema que incumba exclusivamente al ámbito sanitario. Algo no funciona cuando muchos afectados esconden su enfermedad y experimentan terror ante la posibilidad de que alguien descubra su secreto. Yo he escrito sobre política y algunos han utilizado mi enfermedad para restarme credibilidad. No pretendo que mis textos se incluyan en la historia de la ciencia política, pues me considero “una especie de panfletista” (copio las palabras de George Orwell), pero me duelen los ataques que explotan mi sufrimiento personal para desacreditar mis opiniones. No sé cómo saldrá mi primera charla con los lectores. No me preocupa hablar en público, pues he sido profesor de filosofía durante muchos años, pero sí me inquieta enfrentarme por primera vez a un auditorio para relatar de palabra mi lucha con el trastorno bipolar. Me gustaría transmitir esperanza y dignificar a los que padecen algún tipo de desorden emocional. En una entrevista que me realizaron en El Cultural, afirmé que “el trastorno bipolar es un contrato indefinido con el sufrimiento”. La próxima vez me gustaría añadir: “Se puede convivir con la enfermedad y sobrevivir a sus estragos”. No está de más recordar que el 30% de los bipolares se suicidan para huir del dolor psíquico, el rechazo social y unas pobres expectativas de futuro. Si los demás dejan de segregar o mitificar al enfermo, se reducen las posibilidades de seguir la estela de Virginia Woolf, que se llenó los bolsillos de piedras y paseó por el fondo de un río.

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